Al hilo de mi entrada anterior, creo que merece la pena hablarte la importancia de valorar la ausencia de dolor.
Seguramente, si tienes un enfermo a tu cargo, le habrás visto sufrir en más de una ocasión. No es necesario que nos vayamos a extremos, quizá incluso el dolor en "tu enfermo" no sea latente, aparezca de manera puntual, o puede que hasta seas tú quien padece alguna dolencia crónica o recurrente. En caso de no ser así, no puedo más que felicitarte, porque no hay nada más maravilloso. En cualquier caso te invito a que leas estas líneas, donde te voy a contar mi experiencia con el dolor.
Tenía 23 años y nunca había tenido ni una jaqueca. De la noche a la mañana empecé a tener a diario unos dolores de cabeza que me dejaban destrozada, tenía que encerrarme en casa, en la cama, a oscuras, hiperventilando, mareada, vomitanto muchas veces y viendo unas extrañas lucecitas que según yo me imaginaba, porque nadie me había explicado qué me pasaba. Las mujeres de mi familia, por parte de madre, siempre habían sufrido migrañas, pero como yo me había librado, nunca le presté mucha atención. De hecho recuerdo cuando mi abuela o mi madre tenían una, que pensaba: "A ver, es un dolor de cabeza, no puede ser para tanto". Bendita ignorancia, aunque la falta de sensibilidad por mi parte no tiene nombre. El caso es que cuando le conté a mi madre lo que me estaba pasando me dijo bien clarito: "Tienes migrañas, ve al neurólogo ya".
Eso hice, y ahí empezó, probablemente, el peor año de mi vida. Voy a resumirte, porque si te lo cuento con detalle puedo estar escribiendo dos semanas. El primer neurólogo que vi me hizo las correspondientes pruebas, básicamente un electroencefalograma, y sin prestarme mucha atención me mandó un tratamiento preventivo con antidepresivos que no me sirvió para nada. Tras ver otros dos especialistas y probar otros dos tratamientos, uno con un medicamento que me bajaba la presión sanguínea, yo que de por sí soy hipotensa, y otro con anti convulsivos, lo único que conseguí fue añadir efectos secundarios a mi dolor crónico.
El resultado fue un año, durante el cual me dolía la cabeza 5 días de 7, al quinto terminaba en urgencias, y los otros dos medio "resacosa" de la cantidad de medicamentos que me había metido al cuerpo. Esos días que no me dolía ni siquiera estaba bien, porque tenía la paranoia de si me dolía o no, ya ni sabía, me tocaba compulsivamente las sienes para notar el ritmo del latido en mi cabeza. Dejé de salir, tuve que dejar los estudios, mis amigos dejaron de llamarme, nadie entendía por qué si no me dolía me quedaba en casa. Tenía miedo de la música alta, de los espacios abarrotados... Ni que decir tiene que ni media gota de alcohol en ese año. Así estuve hasta que logramos identificar la causa. Tras hacerme un escaner, porque llegamos a pensar que podía ser un tumor, y comprobar, una vez más, que no había nada físico que provocara las crisis, mi neurólogo me hizo una sencilla pregunta: "¿ Hay algo que te preocupe?" Y entonces se hizo la luz. ESTRÉS. Estábamos en el primer cáncer de mi padre y yo no daba abasto.
Una vez identificamos la causa, las crisis empezaron a espaciarse "por arte de magia" , hasta que un buen día me di cuenta de que apenas tenía una o dos al mes y ya no tenía que ir a urgencias para frenarlas.
Desde entonces cada día sin dolor es un buen día, no importan los problemas que uno tenga, las obligaciones, los compromisos... si te sientes bien, puedes afrontarlos. Esto no quiere decir que que no te afecten, que no tengas días malos, pero lo importante siempre es valorar lo bueno, porque nunca sabes cuando puedes perderlo. Si no te duele nada ya tienes un motivo hoy para sonreír.
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